Mi amiga desde que nos comíamos los
mocos viajó a España, lo que no es una noticia en sí misma porque muchos lo
hicieron y hacen (yo todavía no). Raquel se fue en octubre a un congreso de
psiquiatras y se tomó el tiempo, poco pero tiempo al fin, para visitar lugares
y darse una escapada por algunos espacios de Italia también. Mi amiga desde que
no entendíamos las fracciones, no es afín a la política y lo dice sin tapujos.
Pero tiene un sentido social que la excede toda. Siempre lo tuvo digamos.
Entonces, luego de hablar de los lugares históricos y visitas obligadas en
ambos países del viejo continente, fueron dos hechos antagónicos y sustanciales
los que la marcaron. La primera fueron los chinos, no por su uniformidad para
nosotros, que les debe resultar igual a la inversa, sino por su gran capacidad
de depredación consumista de alta gama, arrasando con todo como tsunami. La
galería del Duomo, me decía, era un hormiguero de chinos, chinas y chinitos con
bolsones de Armani, Chanel, Gucci, Valentino, Escada, Dolce & Gabbana o Louis Vuitton, mientras
los otros turistas cosmopolitas, los veían pasar y posaban en sus vidrieras… En
igual medida, los visitantes navegaban por las aguas de los canales venecianos
en lanchas, mientras los orientales copaban todas las góndolas, muy caras para
cualquier bolsillo turista pero escasas para los amarillos de ojos oblicuos.
Del mismo modo que desplegaban máquinas fotográficas y
filmadoras de diferentes tamaños, cada uno para cada integrante de la familia y
con sofisticaciones varias. Es decir, una llana y evidente invasión dineraria
oriunda del “chinismo”.
Pero esta situación formaba parte del anecdotario (y de
la demostración de fuerzas económicas del país que negocia con el nuestro).
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