El lenguaje crea mundo, diseña nuestra manera de
comprender la realidad y define la trama de nuestras relaciones
sociales. Tratar de huir de las palabras que componen la experiencia
humana es un gesto imposible. Un esfuerzo desmesurado que no conduce a
ningún lugar. La ceguera, que no deja de ser una constante de nuestras
sociedades contemporáneas convertidas en escenarios telemáticos, de un
caminar a tientas por un territorio que requiere de los sonidos
articulados de la gramática para encontrar un sentido y no acabar
naufragando en un desierto de significaciones incomprensibles para
aquellos que desean, con fervor, que otros hablen, que otros les pongan
el nombre a las cosas y que definen sus y nuestras vidas. Dejarse
nombrar por el poder es una manera de perder el uso libre del lenguaje.
Recuperar la memoria que se guarda en él es el inicio de un camino de
cambio y liberación de viejas y nuevas ataduras. Abrir las palabras para
rescatar los sueños que se guardan en su interior constituye un
extraordinario acto de reconstrucción de la vida individual y colectiva,
el punto de inflexión para entrar en otra historia. Algo de esto viene
sucediendo en la actualidad argentina cuando comenzamos a nombrar, con
palabras y conceptos olvidados o rapiñados, vaciados o invisibilizados,
lo nuevo de una época que reinstala el sentido de otro país que nunca
dejó de habitar en el lenguaje de una memoria de la resistencia.
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