Cabalgando contra esa desolación y viniendo de una tierra lejana,
cuyo nombre no deja de tener resonancias míticas y fabulosas, un viejo
militante de los setenta, aggiornado a los cambios de una época poco
dispuesta a recobrar espectros dormidos, derramó sobre una sociedad,
primero azorada y luego sacudida por un lenguaje que parecía
definitivamente olvidado, un huracán de transformaciones que no dejaron
nada intocado y sin perturbar.
Un giro
loco de la historia que emocionó a muchos y preocupó, como hacía demasiado que
no ocurría, a los poderes de siempre. Sin esperarlo, con la impronta de la
excepcionalidad, Néstor Kirchner apareció en una escena nacional quebrada y sin
horizontes para reinventar la lengua política, para sacudirla de su decadencia
reinstalándola como aquello imprescindible a la hora de habilitar lo nuevo de
un tiempo ausente de novedades.Kirchner, entonces y a contrapelo de los vientos regresivos de la historia,
como un giro de los tiempos, como la trama de lo excepcional que vino a romper
la lógica de la continuidad. Raras y hasta insólitas las épocas que ofrecen el
espectáculo de la ruptura y de la mutación; raros los tiempos signados por la
llegada imprevista de quien viene a quebrar la inercia y a enloquecer a la
propia historia, redefiniendo las formas de lo establecido y de lo aceptado.
Extraña la época que muestra que las formas eternas del poder sufren, también,
la embestida de lo inesperado, de aquello que abre una brecha en las filas
cerradas de lo inexorable que, en el giro del siglo pasado, llevaba la impronta
aparentemente irrebasable del neoliberalismo.
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