Desplegando una política audaz y a contrapelo de las
hegemonías mundiales, subvirtiendo las “formas” institucionales
aprovechando el profundo descrédito en el que habían caído esas mismas
instituciones en el giro del siglo y en medio del estallido del 2001,
rescatando lenguajes y tradiciones sobre las que el paso del tiempo y
las garras de los vencedores habían dejado sus marcas envenenadas,
ejerciendo, con fuerza anticipatoria, una decisiva reparación del pasado
que habilitó, en un doble sentido, un camino de justicia y una intensa
querella interpretativa de ese mismo pasado que tan hondamente había
marcado un tiempo histórico rescatado del ostracismo, Néstor Kirchner
rediseñó, hacia atrás y hacia adelante, la travesía del país. Conmoción e
interpelación. Dos palabras para dar cuenta del impacto que en muchos
de nosotros provocó esa inesperada fisura de una historia que parecía
destinada a la reproducción eterna de nuestra inagotable barbarie.
Ruptura, entonces, de lo pensado y de lo conocido hasta ese discurso
insólito que necesitaba encontrarse con una materialidad histórica que,
eso pensábamos, huía de retóricas del engaño o la autoconmiseración. El
kirchnerismo, ese nombre que se fue pronunciando de a poco y no sin
inquietudes, desequilibró lo que permanecía equilibrado, removió lo que
hacía resistencia, cuestionó lo que permanecía incuestionable, aireó lo
asfixiante de una realidad miasmática y, por sobre todas las cosas, puso
en marcha de nuevo la flecha de la historia.
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