El lenguaje ha sido desde tiempos inmemoriales una fuente de
creación y una fuente de destrucción. En él, a través de él, lo humano
se constituyó en su relación con los otros y con el mundo. Entre la voz y
el habla, entre el grito gutural que anticipaba el peligro y la
articulación de la primera metáfora se fue diseñando la compleja y
enigmática travesía de una criatura que encontró en las palabras, en su
polifonía, la herramienta capaz de consolidarla en medio de una
naturaleza pródiga y hostil, acechante y seductora, portadora de vida y
de muerte. El lenguaje como una llave para abrir las puertas del tiempo y
el espacio, de la memoria ancestral y de los imaginarios
desplazamientos hacia un futuro soñado como tierra de promesas y
peligros. En él, a través de él, los humanos han sabido construirse sus
mundos y también han ejercitado el arte, dialéctico, de la hospitalidad y
de la hostilidad (el mismo origen para dos palabras diametralmente
opuestas: hostis-hostes, el nombre de la acogida y el del rechazo, el
que abre las puertas de la casa al extranjero que viene de lejos y el
que sella la violencia discriminadora).
Todo, absolutamente todo, se guarda en el cofre de las palabras: la
invención utópica y la creación poética, la voz solidaria y la
distinción amorosa, el sonido del mando y el poder junto con la
construcción de fronteras visibles e invisibles capaces de darle forma y
contenido a la vida social.
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