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sábado, 28 de julio de 2012

La inflación: el nombre de una disputa. Por Ricardo Forster

 

Pensar críticamente la cuestión no menor de la inflación, en un tiempo dominado por una crisis extraordinaria del capitalismo central que se irradia hacia las periferias y cuyo punto de cierre resulta aún indescifrable, es intentar ir más allá de un fenómeno económico; es tratar de desarticular un viejo recurso del poder concentrado en el interior de nuestras sociedades de mercado, recurso que busca invisibilizar las causas reales del aumento de precios para transferirlas hacia el orden político. Una manera artera de proyectar la amenaza de lo indiscernible, una suerte de regreso de los dioses dormidos que se lanzan, ávidos de sangre, sobre los ciudadanos-consumidores que, horrorizados ante lo que no comprenden, suelen volverse carne de cañón de distintas propuestas autoritarias y antidemocráticas.
El espantapájaros de la inflación, eso hay que recordarlo, suele ser utilizado, junto con el miedo a la desocupación, como un instrumento de disciplinamiento social y como la puerta de entrada a los planes de ajuste que guardan, todos ellos, un claro contenido regresivo respecto de las conquistas sociales y de los avances en la distribución de la renta. Despejar este núcleo ideológico del capital corporativo y concentrado no significa dejar de lado los perjuicios generados por el aumento de los precios en los sectores más débiles de la sociedad; significa, en todo caso, atacar desde otra perspectiva sus causas y sus consecuencias escapando a las exigencias de la ortodoxia neoliberal. Las famosas “metas de inflación”, latiguillo utilizado una y otra vez, han tendido casi siempre a garantizar las ganancias del capital financiero que, para mantener sus altísimos índices de rentabilidad, necesita del famoso cóctel de “austeridad en el gasto”, “control monetario”, “ajuste fiscal” y, cuando también se vuelve imprescindible, “enfriamiento de la economía”. Para el establishment nada hay más perverso que la combinación de “gasto público” (léase intervención del Estado en obras públicas, en políticas sociales de contenido reparatorio y en diferentes inversiones para sostener el trabajo y el mercado interno) y “aumento de los salarios”. A nada teme más que a la mezcla de populismo y políticas keynesianas, lo más parecido, hoy, a lo que antes representaba, a los ojos del capital, la bestia del socialismo. La izquierda dogmática y el neoprogresismo republicano harían bien en preguntarse por qué tanto odio hacia gobiernos que, supuestamente, no han hecho otra cosa que mantener el statu quo.

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