Pensar
críticamente la cuestión no menor de la inflación, en un tiempo dominado por
una crisis extraordinaria del capitalismo central que se irradia hacia las
periferias y cuyo punto de cierre resulta aún indescifrable, es intentar ir más
allá de un fenómeno económico; es tratar de desarticular un viejo recurso del
poder concentrado en el interior de nuestras sociedades de mercado, recurso que
busca invisibilizar las causas reales del aumento de precios para transferirlas
hacia el orden político. Una manera artera de proyectar la amenaza de lo
indiscernible, una suerte de regreso de los dioses dormidos que se lanzan,
ávidos de sangre, sobre los ciudadanos-consumidores que, horrorizados ante lo
que no comprenden, suelen volverse carne de cañón de distintas propuestas
autoritarias y antidemocráticas.
El
espantapájaros de la inflación, eso hay que recordarlo, suele ser utilizado,
junto con el miedo a la desocupación, como un instrumento de disciplinamiento
social y como la puerta de entrada a los planes de ajuste que guardan, todos
ellos, un claro contenido regresivo respecto de las conquistas sociales y de
los avances en la distribución de la renta. Despejar este núcleo ideológico del
capital corporativo y concentrado no significa dejar de lado los perjuicios generados
por el aumento de los precios en los sectores más débiles de la sociedad;
significa, en todo caso, atacar desde otra perspectiva sus causas y sus
consecuencias escapando a las exigencias de la ortodoxia neoliberal. Las
famosas “metas de inflación”, latiguillo utilizado una y otra vez, han tendido
casi siempre a garantizar las ganancias del capital financiero que, para
mantener sus altísimos índices de rentabilidad, necesita del famoso cóctel de
“austeridad en el gasto”, “control monetario”, “ajuste fiscal” y, cuando
también se vuelve imprescindible, “enfriamiento de la economía”. Para el
establishment nada hay más perverso que la combinación de “gasto público”
(léase intervención del Estado en obras públicas, en políticas sociales de
contenido reparatorio y en diferentes inversiones para sostener el trabajo y el
mercado interno) y “aumento de los salarios”. A nada teme más que a la mezcla
de populismo y políticas keynesianas, lo más parecido, hoy, a lo que antes
representaba, a los ojos del capital, la bestia del socialismo. La izquierda
dogmática y el neoprogresismo republicano harían bien en preguntarse por qué
tanto odio hacia gobiernos que, supuestamente, no han hecho otra cosa que
mantener el statu quo.
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